
Siempre digo que el mundo está diseñado dentro de ciertos parámetros estándares que se fueron estableciendo a lo largo de la historia.
Escuchar la entrevista
Andrea Jatar es hipoacúsica de nacimiento.
Se formó como Ingeniera en Sistemas de Información y Gerente Gastronómica, trabajó por más de 25 años en tecnología hasta que un buen día decidió emprender fundando “de la Olla”, una empresa modelo en el rubro gastronómico, pionera en impacto social y ambiental positivo, y que fue reconocida por varios años consecutivos como una de las Best For the World por BCorp por su trabajo en inclusión social y medio ambiente.
También es conferencista TEDx, formadora en gastronomía para poblaciones vulnerables, escritora y pintora autodidacta.
Su primera obra literaria es el ebook “De cómo América conquistó el mundo (y otras exquisiteces)”, un profundo compendio con los diversos enfoques que cada disciplina le da a lo que habitualmente usamos en la cocina.
Su primer libro editado en papel es “Manjares de América que cambiaron el mundo” (Editorial Albatros), un texto fascinante que no solo contiene historias, leyendas, curiosidades, recetas y características de los alimentos que caían en su olla, sino también que está totalmente ilustrado por ella.
ROMPECABEZAS DE DISCAPACIDADES
En los últimos tiempos se me ha dado por pensar cómo llegué hasta aquí. Hay hábitos, costumbres y decisiones en nuestras vidas que hablan un poco de la esencia con la que nacemos, otro poco del entorno en el cual vivimos y mucho de las oportunidades que nos fuimos abriendo en cada momento de nuestras vidas.
Aunque siempre fui consciente de mis amplias limitaciones auditivas, jamás he recordado que hayan sido un impedimento para cumplir cualquiera de mis deseos. Será un poco por mi carácter orgulloso, otro poco por la familia que supo ver en mí el medio vaso lleno de capacidad y, por último, que nací muy curiosa. Lo primero que recuerdo es que para entender el mundo, me la pasaba mirando caras en los colectivos y en la calle, porque a través de sus ojos, su ceño y su boca me elaboraba historias sobre sus estados de ánimo. Para cuando aprendí a leer, me pasaba los atardeceres devorando libros junto a la ventana. En esos momentos de niña, nada me hacía sentir diferente de los demás, para mí era natural el estar siempre atenta a lo que ocurría en el entorno y, entre nosotros, me daba un poco de bronca ser el patito feo cada vez que me tocaba jugar al teléfono descompuesto. Porque ahí no entendía por qué “me soplaban en la oreja”, ¡qué juego más incómodo! Cuando alguien se apiadaba y me pasaba el mensaje un poquito más fuerte, toda la hilera se enteraba y ¡chau teléfono descompuesto! Afortunadamente ese no era el único juego infantil de grupos, pero sí el que me enseñó una primera lección de vida: explorar mis limitaciones hasta entender dónde termina mi capacidad y dónde empieza la restricción física que me impide avanzar. Luego será momento de decidir si continuar disfrutando del juego, o dejarlo y buscar oportunidades favorables a mis condiciones. Cuatro décadas me llevó darme cuenta de que lo que yo pensaba que me pasaba por ser hipoacúsica es lo que todo ser humano siente durante toda su vida, y que lo único que me diferencia son ¡los decibeles que no puedo percibir!
Siempre digo que el mundo está diseñado dentro de ciertos parámetros estándares que se fueron estableciendo a lo largo de la historia. Que a alguno se le ocurrió que se tiene “audición normal” cuando se oye entre determinadas frecuencias, o “visión normal” cuando se puede leer determinado tamaño de letra o ver ciertos colores, y tantos otros criterios que limitan absolutamente la maravillosa sapienza de la naturaleza de hacernos únicos e irrepetibles. Porque es esa diferencia la que enriquece nuestras vidas. Voy a decirlo en otras palabras: si todos pudiésemos oír lo mismo, ver lo mismo, oler lo mismo, pensar lo mismo, tocar lo mismo, funcionar igual, no solo seríamos iguales y pensaríamos igual, sino que también la vida sería muy aburrida. ¿No sentimos admiración por aquellos que pueden hacer lo que nosotros no? ¿No aprendemos de quien nos puede enseñar lo que nosotros no sabemos? ¿No buscamos quien nos muestre distintos enfoques para tomar mejores decisiones? ¿Qué nos limita a hacer qué? Siempre hablamos de establecer objetivos realistas para no frustrarnos, pero a lo largo de mi vida he aprendido que no hay barrera que no se pueda superar siempre y cuando tengamos hambre de aprender, ganas de llegar, un conocimiento confiable de nuestras capacidades y un entorno respetuoso y motivante.
Está claro que los tres primeros dependen de cada uno de nosotros mismos, y también que el último depende de todos, independientemente de si entramos o no dentro de esos parámetros sociales que determinan la “capacidad” para hacer lo que fuera. Me siento afortunada de haber nacido en una sociedad que ha sabido evolucionar a lo largo de las últimas décadas en cuanto a inclusión, pues en otras partes del mundo no logro entender de qué se excluye a la gente. Será por miedo a no saber cómo entendernos con alguien que vive diferente, a percibir algo nuevo y que no nos guste, a sentir ridiculez, ignorancia, prejuicio o por tantos otros sentimientos que tienen más que ver con nosotros mismos que con la otra persona. ¡Es todo tan mágico cuando empatizamos con alguien, sobre todo cuando es distinto a nosotros! La sonrisa, la alegría, la gratitud, la complicidad y el sentirse vivos son el motivo para ir por más. Porque sabemos que el ser humano es social, y es en esa sociedad que nos vamos ayudando unos a otros en lo que mejor sabemos hacer para disfrutar de la vida. Y lo que mejor sabemos hacer son nuestras capacidades, por eso, cuanto más misceláneo en capacidades y conocimientos es nuestro equipo de trabajo, más rico será el resultado y más reconfortante es el camino para lograrlo.
Hasta mi adolescencia he recorrido la vida muy cuidada y estimulada por mis padres, oyendo al natural, sin audífonos, pero al finalizar la escuela secundaria debí definir si buscar trabajo o estudiar una carrera universitaria. Como hija menor, confieso que siempre tuve un muy buen modelo a seguir que, además, despejaba mi camino de temores. Así que decidí que, si mi hermana ya estaba avanzada en sus estudios universitarios, no había nada que me impidiera a mí también ir a la universidad. Lo que a mí me costaba asumir, aunque era consciente de mis limitaciones, era que todo mi entorno familiar gozaba de una audición perfecta, y que la tecnología aún no estaba madura para equipar mis oídos. Gracias a “esa ceguera” no solo me recibí de Ingeniera en Sistemas de Información, sino también que trabajé dos años en el Indec, fui ayudante de cátedra durante varios años en la UTN y luego ingresé a trabajar en Accenture.
Es en Accenture donde pasé de ser oruga a mariposa. Comencé allá por 1991, y aunque ya en la entrevista dejé notar mi hipoacusia, prácticamente durante mi primera década laboral me fue muy difícil hablar abiertamente sobre el tema en una conversación común y corriente. Eso no impidió que todos mis compañeros valoraran y respetaran mi capacidad. Recién pude conversar sobre mi condición cuando aparecieron los primeros audífonos digitales y tuve que tramitar el certificado de discapacidad para poder disponer de ellos, pues traía una “novedad” que cambiaba toda nuestra rutina. Es en Accenture que tuve la oportunidad no solo de ser una de las empleadas con discapacidad pioneras sino también de colaborar activamente en el programa “Sin Barreras” desde sus inicios.
Cuando me referí a que pasé de oruga a mariposa, lo hice en todo aspecto: no sólo crecí en lo profesional y liderando equipos de trabajo in situ, sino también porque la empresa depositó en mí una confianza para un desafío inédito para un hipoacúsico, en aquellas épocas donde recién arrancaba el trabajo remoto: algunos de esos equipos que me ayudaban y de clientes a quienes les ofrecía servicios estaban en otras ciudades. Hasta que llegó el momento de incluir entre mis colaboradores a personas con otro tipo de discapacidad que la mía: visual, motriz, intelectual… Ese crecimiento se pudo dar en el tiempo, por un lado gracias a la aparición del mail, y por otro, porque mis propios supervisores también valoraban más mis habilidades que mi audición “defectuosa”, pues evidentemente durante toda mi vida había logrado desarrollar la habilidad de escuchar a pesar de oír con muchísimas restricciones.
Luego de 21 años en esta magnífica empresa, por motivos familiares decidí empezar una nueva etapa profesional: el emprendedurismo. Armé un modelo de negocios de cero e ideal para mi filosofía de vida, un modelo económicamente sustentable y de respeto hacia la sociedad y el medio ambiente. Elegí la gastronomía como rubro, pero me adentré en ella capacitándome como Gerente Gastronómico con medalla de honor en el Instituto Gato Dumas. Así nació “de la Olla”, una empresa B certificada, que participó de Mayma y que también ganó el segundo premio en el programa Desarrollo Emprendedor del GCBA. En “de la Olla”, mis empleados fueron personas con discapacidad intelectual, también hubo alguien con discapacidad visual. Amé trabajar con todos ellos, porque en cada uno no solo encontré el orgullo de ejercer una profesión respetada sino también la alegría de ser bien recibido y de hacer lo que les gusta, y el agradecimiento por la confianza en sus capacidades. Muchas veces me han preguntado cómo es que logré una cocina de alta performance siendo discapacitada y con personas con discapacidad. La respuesta es: saber armar procesos dinámicos que son un rompecabezas de capacidades más que una estructura piramidal rígida y formal. Así que, si alguien tiene buen olfato, mientras pica las cebollas le puede avisar al que puso el pastel de papas al horno que ya está oliendo a punto, por ejemplo, por si acaso no estaba atento al tiempo de cocción. Y el que tiene buen oído puede hacerle señas al “sordo” cuando al que está trabajando atrás se le cayó el cuchillo, entre otras tareas. Aunque todos tuvieran alguna discapacidad intelectual o visual o auditiva, esas consignas eran cumplidas sin problemas. Esto genera no solo un lazo estrecho entre colaboradores sino también un sentimiento de pertenencia, de capacidad “útil” y de hermandad en el equipo. Esto no es muy diferente a cuando se trabaja con gente sin discapacidad, pues en esos casos también se busca potenciar los resultados según las habilidades de las personas que conforman el equipo, ¿verdad?
Aunque la vida es un continuo latir del corazón y fluir de las emociones, hay hitos que son puntos de inflexión, que nos hacen madurar y anhelar nuevos desafíos. Hay quienes los describen como crisis, y aunque las crisis son oportunidades, yo prefiero pensar esos momentos de modo natural, porque son etapas que las personas vamos experimentando en nuestro camino y que nos conducen a tomar decisiones basadas en nuestras prioridades. En mi caso, mi prioridad siempre fue equilibrar la familia del momento y mis sueños pendientes, porque eso es lo que me mantiene viva y me acompaña en la locura de derribar mis propias barreras. Es mi último hito el que me resulta más conmovedor, no sé si es porque es el más reciente o porque fue la decisión que más me costó tomar: desprenderme de los beneficios emocionales de trabajar con un equipo de gente “discapaz”, guardar las ollas y los monitores, y lanzarme en el maravilloso mundo del arte plástico y literario. Muchos me han preguntado la razón para comportarme como un Ave Fénix. Simplemente puedo responder que es la manera que encuentro para seguir disfrutando de la vida y de mis grandes afectos. El arte permite expresar esas emociones que suceden porque estamos vivos, y devolverle a la sociedad desde cualquier parte del globo todo aquello que pudimos recibir. Por eso, la reinvención de “de la Olla”, la autoría de libros como “Manjares de América que cambiaron el mundo” y las obras de arte que produzco día a día integran lo que soy hoy y desde siempre.
Si hay otro sueño pendiente, lo iré descubriendo con el correr del tiempo. ¿Un deseo hacia la sociedad basado en mi experiencia? Seguir creciendo en inclusión, es muy reconfortante ser protagonista de los avances de estas últimas tres décadas. Que haya entusiasmo de contagiar ese sentimiento de asombro, esperanza y gratitud en cada una de las empresas que deciden incorporar personas con alguna discapacidad, sobre todo en el ámbito privado. Que cada vez sea mayor la apertura de nuestra sociedad hacia la discapacidad, hemos criado jóvenes perceptivos y respetuosos hacia la naturaleza y la sociedad, que comprenden que la diversidad es necesaria y empujan la integración. Aunque -seamos realistas- bien vendría darle un marco legal que respalde y ayude a las empresas en el desafío de llevar adelante sus negocios basados en rompecabezas de capacidades humanas.